mardi 8 novembre 2016

33o Domingo del tiempo ordinario C: Honor y gloria al Dios de la vida!



La vida es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos. Es el bien más valioso y preciado de todo ser humano. En la cultura humana, siempre ha estado claro el valor inalienable de cada vida humana. Incluso aquellos que no conocen a Dios o no creen en Él, perciben lo sagrado a través del milagro de la vida.

Todos los seres humanos quisiéramos vivir para siempre. Pero a pesar de todo el cuidado que le damos a la vida, la verdad es que la vida terrena tiene un fin. La muerte es definitivamente el enemigo número uno del ser humano. Un gran músico de mi país cantaba: el día que vendrá la muerte para llevarme, la diré “espera que disfrute un poco antes que me lleves”.

Tal vez  para otros la muerte es una necesidad cuando se está sufriendo de una grave dolencia incurable, pero aun así, nadie quisiera morir, sino vivir una vida larga y plena. Incluso los pobres, los que menos tienen para vivir, prefieren vivir en estas condiciones difíciles en lugar de morir. Así, a los que se suicidan les dicen que son cobardes.

Así, una de las cosas que siempre ha cuestionado y preocupado al hombre es su destino final. ¿Qué pasa después de la muerte? la angustia de no saber exactamente lo que seremos después de la muerte ha engendrado en la mente de muchos la idea de disfrutar su vida sin preocuparse del futuro, y también esta otra idea de prolongar su vida a través de la descendencia.

 En efecto, la idea de alargar su vida siempre estuvo presente en los hombres de todo tiempo. Es que, por supuesto, todos queremos vivir más años y sobre todo lograrlo a través de ciertas formas de vida.

Así, en el Evangelio de hoy, Jesús nos muestra que la búsqueda de la fecundidad propia de los saduceos, no les permite comprender la naturaleza propia de la resurrección. Para Jesús, el mundo futuro no es la simple prolongación del presente, sino un mundo totalmente nuevo. Como parte de la novedad, ya no habrá muerte otra vez. Por eso no habrá necesidad tampoco de reproducción. En lugar de la reproducción, el don de la inmortalidad concedida por Dios, como sucede con Ángeles, nos mantendrá definitivamente en una existencia sin fin.

Para el creyente, la respuesta de Jesús ilumina este misterio y lo hace vivir en paz, pues ahora sabe que no existe la muerte sino simplemente una transformación. Si Cristo murió y resucitó, entonces el hombre creado por Dios y configurado con Cristo vivirá para siempre. Porque nuestro Dios es el Dios de la vida y no de los muertos. Ahí está el fundamento de nuestra fe. Dios es una realidad presente y viva que nos rodea, que se regenera y recrea continuamente y nos impulsa a vivir en confianza y esperanza. Más allá de las discusiones vacías de los Saduceos, lo importante es que Dios es Vida y nos invita a vivirla en plenitud confiadamente por penosa que sea la situación presente.

Sébastien Bangandu, a.a.

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