Lecturas: 1a lectura: Jer 7, 23-28
Evangelio: Lc 11, 14-23
Queridos hermanos y hermanas
Jesús es la expresión verdadera del amor y de la
misericordia de Dios. Enviado por el Padre, vino en nuestro mundo para
salvarnos. Los evangelios nos hablan de milagros que operaba, aportando
curación a los enfermos, echando a los demonios, haciendo recubrirles la vista
a los ciegos y la audición a los sordos. Por todas partes dónde pasaba, hacía
sólo el bien.
En el evangelio de hoy, todavía lo vemos a la obra.
Acaba de echar a un demonio mudo. Mientras que la multitud está en admiración
profunda frente a este gesto de benevolencia que Jesús pone con respecto al
mudo, otras personas malintencionadas dicen que es con el poder de Belcebú, el
príncipe de los demonios que Jesús lo hace.
Esto llega muchas veces en nuestra vida. Cuando somos
celosos de alguien, cuando no lo queremos, tendemos a negar todo lo que puede
hacer del bien. Y siempre encontramos las razones para justificar esta manera
de juzgar a otros. Es una tendencia peligrosa que endurece el corazón y hace
ciego delante del bien que se hace a nuestro alrededor.
Para Jesús, esta actitud no es nada más que el
resultado de una vida interior pobre e sin sentido. Es decir que cuando vivimos
lejos de Dios, separados de Él, esto tiene también repercusiones en todo lo que
hacemos. Empobrece nuestra vida interior así como nuestra capacidad de
apreciación, de acogida, de admiración frente a lo que es bello, bien y verdad.
Jesús hoy nos invita a volvernos positivos, es decir a
desarrollar actitudes que nos hacen capaces de reconocer el bien que se hace
alrededor de nosotros y de saber dar gracias por ello. También nos llama a la
unidad, ya que la división jamás fue la obra de Dios. Es al contrario, la obra
del demonio cuyo objetivo siempre fue de dividir a los que son unidos para
reinar mejor sobre ellos.
Para crecer como personas, para madurar, para mantener
un equilibrio emocional que nos permita vivir plenamente nuestra vida humana y
cristiana, hemos de cambiar permanentemente. Si nos aceptamos y nos acogemos
unos a otros sin juicio ni presunción y querernos sinceramente, entonces el
Señor quedará en medio de nosotros. Que este tiempo de Cuaresma abra nuestros
corazones a la gracia misericordiosa de Dios y nos acerque más de Dios y de los
demás.
Sébastien Bangandu, a.a.
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