19 noviembre 2015
1 Mac 2, 15-29
Luc 19, 41-44
Queridos hermanos,
En mi cultura, un hombre no debe llorar, ya que está
considerado como el símbolo de la fuerza, de la resistencia. De hecho, cuando
llora, significa que la situación es terrible. Si así es para el hombre, el
caso es que la situación todavía debe ser más grave cuando es Dios mismo quien
llora.
Hoy, Jesús llora sobre Jerusalén. Está apenado por la
dureza del corazón de los que él ha venido a liberar. Las lágrimas de Jesús son
semejantes a las de varios padres que, todavía hoy son capaces de llorar cuando
la situación de sus niños no es buena. También son la expresión de todo el
sufrimiento del mundo, la maldad humana, la falta de respeto a la vida, el odio
y todas formas de violencia que vivimos hoy. Pero sobre todo, las lágrimas de
Jesús nos hablan del sufrimiento de un Dios que nos quiere, pero que se siente
negado por nosotros.
Cada día de nuestra existencia es una oportunidad, una
ocasión, que Dios nos ofrece para poder descubrir su gran amor y su gran
misericordia para con nosotros. El Evangelio de este día nos invita a estar
atentos a las palabras, a las llamadas y a todos los signos de su presencia en
medio de nosotros. Porque es a través de todo esto que Dios se nos revela.
En todo hombre, hay un Cristo que quiere vivir en
nosotros, hay un Dios escondido en el fondo de nuestros corazones, que es la
luz de la gente. Las lágrimas de Jesús hoy delante de Jerusalén que se niega a
acogerlo nos dicen que Dios está siempre allí, mendigando nuestra vida, por un
amor siempre ofrecido e incapaz de imponerse.
Pidámosle al Señor la gracia del don de las lágrimas,
para que el mundo recobre la capacidad de llorar por sus faltas, sus crímenes
contra el amor infinito de Dios.
Sébastien Bangandu, a.a.
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